Podría decir que a nadie le gusta
sufrir, que a nadie le gusta ser ignorado y que a nadie le gusta no ser
reconocido; pero, sobre todo, me atrevería a decir que a nadie le gusta
trabajar sin ser justamente recompensado.
La sociedad en que vivimos mira
mucho por el interés individual, y de primeras nos cuesta acatar demandas que
no nos respetan ni benefician para nada. Digo de primeras porque, en los
tiempos que corren, realmente cualquiera se agarra a un clavo ardiendo. El caso
es que estamos en un primer mundo en el que no nos podemos quejar demasiado si
nos comparamos con otros países tercermundistas, un mundo que ya ha luchado lo
suyo en un pasado (aunque quede mucho aún por luchar) para poder trabajar
dignamente y lograr autosuficiencia en una vida mejor.
Lamentablemente, no todos pueden
disfrutar de esta “vida mejor”. Pero todavía
más lamentable es el hecho de que nosotros somos, en parte, partícipes en esta
privación de derechos.
Miles de familias, en países
africanos, sudamericanos o asiáticos, viven esclavizadas para llevarse un cacho
de pan a la boca. Para ello, y razonablemente, no tienen miramientos a la hora
de aprovechar la mínima oportunidad de trabajo; aunque eso suponga ir en contra
de sus principios.
No; el problema no lo tienen estos
millones de familias, quienes lo dan todo por sacar adelante a sus hijos y no
morir de hambre. El problema lo tenemos
precisamente nosotros, los países que contamos con empresas con un grado de
inhumanidad abrumador, capaces de jugar con la vida de las personas con tal de
sumar unos euros a las montañas de dinero que ya tienen.
Siento decirlo, pero me parece patético.
¿Qué les suponen, a estas multinacionales, cinco céntimos más por persona
empleada? Con cinco céntimos más al día, incluso a la semana, un niño en su
país ya tiene un vaso de leche que beber; una familia ya puede saciar algo más
gratamente su hambre.
Quizá serviría de excusa el hecho
de que nosotros, los europeos aunque más concretamente los españoles, hoy en
día no estamos como para tirar cohetes. Muchos dirán: “Estamos pasando hambre
nosotros… ¡Como para ayudar a los demás!”. Esta gente, sin embargo, erra.
Nosotros, es cierto, quizá necesitamos nuestro dinero y no podemos permitirnos
ayudar; pero, cuando digo “nosotros”, me refiero a cada uno de los ciudadanos,
no al estado en general. Lo cierto es que esas multinacionales que se
aprovechan y van en contra de los derechos humanos, no están precisamente en la
ruina. Lo que sucede es que cuanto más se tiene, más se quiere. La avaricia, así
como el dinero, mueve montañas; pero estas empresas tienen en su mano, pueden
pero no quieren, mejorar la vida de estas familias y mucho más.
Por otra parte, creo en nuestra
sociedad. Pienso que hay buenas personas entre nosotros, honradas y generosas.
Por eso me gustaría que cada uno de nosotros tomara conciencia de que, tan sólo
pagando cincuenta céntimos más por un producto, estamos dando de comer a un
país entero. Por suerte, aún quedan empresas altruistas que se encargan de que
cada intermediario del proceso de comercialización reciba la cantidad de dinero
justa por su trabajo. De esta manera, todo el que participa en el comercio de
un producto puede salir beneficiado, aunque el precio final de este sea algo
más costoso.
En conclusión, tan sólo decir que
me satisfaría ver cómo, en un futuro, nadie sufre por beneficio de otros. Sería
bonito que todos fuésemos uno y lucháramos por lo mismo desde las mismas
condiciones.
Quizá suena algo iluso; pero, de
ilusiones se vive.
Marta Gallego