26 enero 2012

EL VALOR DE SER TÚ MISMO EN TODO MOMENTO

¿Que había sido mi vida hasta entonces? Una sucesión de momentos sin emoción alguna, cargados de regalos y de días enteros sin los padres. Ellos trabajaban y yo tenía que pasar todas las tardes con mi niñera Lara. Nos llevábamos bien y me compraba todos los caramelos que quería, ¿para qué necesitar a una madre al lado?
A partir de aquel 12 de enero de 2010 las cosas cambiaron. Sucedió algo que giró por completo mi vida, mis planes, mis pensamientos…. Volvíamos de Andorra con los amigos. Habíamos pasado todo el fin de semana allí esquiando y aprovechando los días de rebajas. Estábamos todos dentro del coche de Juan, de camino a casa, escuchando el disco de los Manel cuando, de pronto, se oyó un ruido que ha quedado marcado por siempre más en mi cabeza. Un golpe de volante, gritos de pánico y el ruido del impacto del coche con el agua. Habíamos volcado y el vehículo había ido a parar al río. No se sabe cómo, pero sólo yo sobreviví. Marta, Juan, Leire, Dani…no los volvería a ver nunca más. Se acabaron las excursiones, las cenas, las risas juntos…se acabó.
Desperté en el hospital una semana después del accidente. Mis padres estaban al lado y al primer abrir de ojos, no entendí nada de lo que pasaba; no tardaron en contármelo todo. La otra parte viene más tarde. Me había quedado parapléjica y los médicos nos avisaron de que nunca más podría volver a andar.
Los días pasaban interminables. Hice la recuperación que tocaba en el centro Rewalk pero nada de eso despertó mis piernas. Dormían en un sueño profundo, estancado en viejos tiempos, en tiempos felices y sin preocupaciones, en los que no había que pensar en lo que pasaría al día siguiente. Ahora todo era distinto. Había perdido a mis amigos y no estaba en condiciones de encontrar a unos de nuevos. ¿Quién quería a una parapléjica en el grupo? No me atrevía ni a salir a la calle por miedo a lo que dirían los demás y por miedo al propio juicio que pudiera hacer yo misma de mi, que realmente, era lo que me causaba más daño. Aquel mismo desprecio que sentía hacia mi persona. Me odiaba. Odiaba mi destino y no quería seguir viviendo mi vida. La habría regalado a cualquier individuo que me la hubiera pedido. Estaba cansada de aquello y no tenía motivación alguna; no veía mi futuro.
Mi madre cuidaba de mí desde que me había quedado en aquel estado. Sí, invalida. Ahora pretendía devolverme el amor maternal que nunca me dio de pequeña. ¿De verdad pensaba que aquello serviría de algo? Aún me fastidiaba más ver que ni siquiera dentro de mi familia confiaban en mis posibles avances. Era como un bebé que no se vale por sí mismo.
Llegó un día en que esta situación cambió. O más bien dicho decidí cambiarla. Era la primavera y todo florecía de forma espontánea en un terreno que había estado agitado por la falta de vida que conlleva el interminable invierno. Yo misma me sentía como aquella primavera. Con unas ganas inmensas de vivir y de gritarle a los cuatro vientos que quería volver a ser yo, que quería volver a nacer. Entonces, en el momento en que nacieron en mi las ganas de vivir, en el momento en que aprendí a aceptarme tal y como era y vi que por mucho que quisiese no podría cambiar lo que la naturaleza había decidido, en aquel momento, empecé a ser feliz. Me convertí en el mayor modelo que nunca habría podido fijarme. De golpe, fui el héroe de mi propia historia.

CLÀUDIA BOCHACA SABARICH

1 comentario:

Teresa dijo...

Buen trabajo,Claudia, un relato con mensaje final. Por lo que hace al estilo, no está bien la expresión "Nos llevábamos bien ", pero, el resto está bien.