03 mayo 2013

Por un comercio justo



Podría decir que a nadie le gusta sufrir, que a nadie le gusta ser ignorado y que a nadie le gusta no ser reconocido; pero, sobre todo, me atrevería a decir que a nadie le gusta trabajar sin ser justamente recompensado. 

La sociedad en que vivimos mira mucho por el interés individual, y de primeras nos cuesta acatar demandas que no nos respetan ni benefician para nada. Digo de primeras porque, en los tiempos que corren, realmente cualquiera se agarra a un clavo ardiendo. El caso es que estamos en un primer mundo en el que no nos podemos quejar demasiado si nos comparamos con otros países tercermundistas, un mundo que ya ha luchado lo suyo en un pasado (aunque quede mucho aún por luchar) para poder trabajar dignamente y lograr autosuficiencia en una vida mejor. 

Lamentablemente, no todos pueden disfrutar de esta “vida mejor”.  Pero todavía más lamentable es el hecho de que nosotros somos, en parte, partícipes en esta privación de derechos. 

Miles de familias, en países africanos, sudamericanos o asiáticos, viven esclavizadas para llevarse un cacho de pan a la boca. Para ello, y razonablemente, no tienen miramientos a la hora de aprovechar la mínima oportunidad de trabajo; aunque eso suponga ir en contra de sus principios. 

No; el problema no lo tienen estos millones de familias, quienes lo dan todo por sacar adelante a sus hijos y no morir de hambre.  El problema lo tenemos precisamente nosotros, los países que contamos con empresas con un grado de inhumanidad abrumador, capaces de jugar con la vida de las personas con tal de sumar unos euros a las montañas de dinero que ya tienen. 

Siento decirlo, pero me parece patético. ¿Qué les suponen, a estas multinacionales, cinco céntimos más por persona empleada? Con cinco céntimos más al día, incluso a la semana, un niño en su país ya tiene un vaso de leche que beber; una familia ya puede saciar algo más gratamente su hambre. 

Quizá serviría de excusa el hecho de que nosotros, los europeos aunque más concretamente los españoles, hoy en día no estamos como para tirar cohetes. Muchos dirán: “Estamos pasando hambre nosotros… ¡Como para ayudar a los demás!”. Esta gente, sin embargo, erra. Nosotros, es cierto, quizá necesitamos nuestro dinero y no podemos permitirnos ayudar; pero, cuando digo “nosotros”, me refiero a cada uno de los ciudadanos, no al estado en general. Lo cierto es que esas multinacionales que se aprovechan y van en contra de los derechos humanos, no están precisamente en la ruina. Lo que sucede es que cuanto más se tiene, más se quiere. La avaricia, así como el dinero, mueve montañas; pero estas empresas tienen en su mano, pueden pero no quieren, mejorar la vida de estas familias y mucho más. 

Por otra parte, creo en nuestra sociedad. Pienso que hay buenas personas entre nosotros, honradas y generosas. Por eso me gustaría que cada uno de nosotros tomara conciencia de que, tan sólo pagando cincuenta céntimos más por un producto, estamos dando de comer a un país entero. Por suerte, aún quedan empresas altruistas que se encargan de que cada intermediario del proceso de comercialización reciba la cantidad de dinero justa por su trabajo. De esta manera, todo el que participa en el comercio de un producto puede salir beneficiado, aunque el precio final de este sea algo más costoso. 

En conclusión, tan sólo decir que me satisfaría ver cómo, en un futuro, nadie sufre por beneficio de otros. Sería bonito que todos fuésemos uno y lucháramos por lo mismo desde las mismas condiciones. 

Quizá suena algo iluso; pero, de ilusiones se vive. 


Marta Gallego


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